Pablo Ortega y Julio López murieron bajo el sofocante calor, en la tragedia del contrabando de personas más letal registrada en Estados Unidos en los últimos tiempos.
Al principio, los migrantes mexicanos Pablo Ortega y Julio López disfrutaron del viaje equivalente a un boleto de primera clase a Estados Unidos: cervezas de cortesía, casas de seguridad con videojuegos, incluso una semana en un rancho de cacería.
Ambos habían pedido prestados miles de dólares y realizado pagos extra para asegurar lo que los traficantes prometieron sería un viaje cómodo evitando los peores peligros de los cruces fronterizos ilegales. El 27 de junio, terminó su trato especial: hacinados y sin aliento en la parte trasera de un tráiler en Texas con más de 60 migrantes.
Casi todos, incluidos Ortega y López, murieron bajo el sofocante calor, en la tragedia del contrabando de personas más letal registrada en Estados Unidos en los últimos tiempos.
Sus viajes, reconstruidos a través de decenas de mensajes de texto, fotos y videos con sus familias, brindan una ventana al mundo del tráfico de personas: un comercio de miles de millones de dólares que se vuelve cada vez más letal.
A medida que los controles más estrictos conducen a los migrantes a mayores riesgos, expertos dicen que los traficantes ofrecen rutas cada vez más caras que anuncian como «seguras», «especiales» o «VIP». Esas opciones generalmente prometen transporte en vehículos en lugar de caminar por el desierto, así como estadías más cómodas.
Ortega acordó pagar 13 mil dólares y López 12 mil, dijeron sus familiares. Eso está muy por encima del promedio de 2 mil a 7 mil dólares para los migrantes mexicanos, según datos del gobierno mexicano de 2019.
Al embarcarse por separado en sus búsquedas de una vida mejor, se les dijo que viajarían solos o en pequeños grupos, relataron sus familias. Al menos otra víctima, Jazmín Bueso, una hondureña de 37 años, también pagó el viaje más costoso, aseguró su hermano.
Ortega, un joven sonriente de 19 años de cabello oscuro, se fue en autobús a mediados de mayo de su casa en Tlapacoyan, Veracruz. Su novia estaba recién embarazada y Ortega estaba decidido a llegar a Florida, donde vivía su madre. Allí podría ganar dinero para enviar a casa para el cuidado de su primogénito y ahorrar para construir una vivienda.
López partió el 8 de junio de Benito Juárez, en Chiapas. Delgado y de ojos oscuros, el trabajador de un aserradero de 32 años esperaba enviar dinero a casa para los cuidados del autismo del menor de sus tres hijos. El nombre de ese hijo, Tadeo, estaba tatuado en su brazo izquierdo.
«No vas a pasar en el desierto (…) tú no vas a pasar nada de peligro», recordó Adriana González al escuchar que el contrabandista le decía a su esposo por teléfono antes de irse. «El viaje que tú tienes es garantizado, 100% seguro».
La violencia, la pobreza y el covid-19 han acelerado la migración de América Latina a Estados Unidos. Los cruces desde México alcanzaron un récord de 1.7 millones en lo que va del año hasta junio, mientras que las cifras de muertes han sido las peores jamás registradas, con 728 el año pasado y parece que mantendrán ese ritmo, si no es que las superan, en 2022.
Buscando evadir la infraestructura de control fronterizo de Estados Unidos, los traficantes están recurriendo a métodos más riesgosos, incluido un mayor uso de tractocamiones.
Para pagar el viaje, la madre de Ortega, Rafaela Álvarez, de 37 años, vendió una casa rodante. Pero cuando llegó a la frontera, le dijeron que querían otros 2 mil dólares para llevarlo por una ruta más segura evitando el desierto, cruzando el Río Bravo y viajando en el compartimiento para dormir de un camión con otros tres migrantes hasta Houston.
Álvarez empeñó joyas de oro para obtener el dinero extra. Ella recuerda haberle advertido específicamente que no se subiera a un tráiler lleno de gente.
«Se acaba el aire», le dijo, tratando de prevenirlo, en una videollamada desde el sitio de construcción donde trabajaba y esperaba que él también lo hiciera.
Durante las siguientes dos semanas, Ortega envió fotos y videos desde una casa espaciosa y bien decorada donde jugaba videojuegos y comía pizza con cerveza Tecate, mientras los contrabandistas esperaban a que disminuyera la presencia de la patrulla fronteriza.
Ortega finalmente cruzó el Río Grande el 29 de mayo, pero un agente estadunidense lo atrapó más allá de la orilla del río y lo envió de regreso a México. López tampoco logró cruzar la primera vez. Después de volar a Monterrey, los traficantes lo llevaron a la ciudad fronteriza de Matamoros.
Durante cuatro días, López se quedó en una pequeña casa de cemento con otros dos migrantes. Luego, los contrabandistas lo guiaron a través del Río Bravo en un bote y hasta un automóvil, tal como habían prometido. Pero al día siguiente, los agentes fronterizos detuvieron el auto y enviaron a López a México. Alrededor del 14 de junio, su familia no está muy segura, López volvió a cruzar, esta vez con éxito.
En Texas, caminó tres horas por el desierto hasta un rancho de cacería cerca de Laredo, donde permaneció casi una semana. Un video que López envió a su esposa muestra una casa de madera, decorada con una bandera estadunidense y cráneos de ciervos salvajes.
«Está súper chida», dice López en el video. Durante este tiempo, Ortega había estado tratando de cruzar. Pero las condiciones del río lo dificultaron. En un momento, vio a un migrante ahogarse en la fuerte corriente.
El 17 de junio, se puso un chaleco salvavidas rojo, mostró un pulgar hacia arriba en una selfie y se subió a un pequeño bote inflable para lo que, finalmente, sería un viaje exitoso.
Un día después, celebró su cumpleaños número 20 con un sándwich de mayonesa en una casa de seguridad en Texas. Aunque ahora en suelo estadounidense, el viaje de Ortega no había terminado: la Patrulla Fronteriza mantiene puestos de control hasta unos 150 kilómetros adentro.
«Ya es menos», le escribió a su hermana. Dos días después ella envió a Ortega imágenes de ultrasonido de su bebé.
El 21 de junio, López hizo una última llamada para alertar a su familia que los traficantes pronto confiscarían su teléfono. Estaban a punto de llevarlo a otro rancho donde esperaría un par de días antes de pasar por un puesto de control interior camino a San Antonio, explicó López a González.
«Diles a mis hijos que los amo y que si logro pasar todo será muy diferente», recordó González que dijo López.
Al día siguiente, Ortega, todavía en la casa de seguridad de Texas, le dijo a su mamá que estaba empezando a preocuparse por la cantidad de inmigrantes que llegaban. «Ya somos un chingo de gente», escribió.
A las 14:50 horas del 27 de junio, una camión de carga de 18 ruedas con una cabina Volvo roja de 1995 atravesó un puesto de control del gobierno estadounidense, cerca de Encinal, Texas, unos 65 kilómetros al norte de Laredo.
Una fotografía de vigilancia obtenida por las autoridades mexicanas y publicada en un informe captura al conductor, vestido con una camisa negra a rayas, asomado a la ventana con una amplia sonrisa.
Justo antes de las seis de la tarde, un trabajador en un área industrial en las afueras de San Antonio, unos 150 kilómetros más al norte, escuchó un grito de auxilio, el cual siguió hasta un tráiler abandonado junto a una carretera, según funcionarios locales.
Los primeros en responder llegaron minutos después. Las puertas parcialmente abiertas del tráiler revelaron montones de cuerpos calientes al tacto, dijeron las autoridades. Otros cuerpos fueron encontrados esparcidos por el suelo y en la maleza cercana, según muestran documentos judiciales.
Las temperaturas en San Antonio habían subido a 39.4 grados centígrados esa tarde, pero los socorristas no encontraron agua ni aire acondicionado dentro del camión.
El conteo de muertes finalmente llegó a 53, incluidos 26 mexicanos, 21 guatemaltecos y seis hondureños. La policía encontró al presunto conductor escondido cerca de las víctimas, presuntamente bajo los efectos de la metanfetamina.
Un jurado estadounidense acusó a cuatro hombres de cargos relacionados con el incidente, que van desde posesión ilegal de armas de fuego hasta contrabando, que podrían ser punibles con cadena perpetua o la pena de muerte.
Al caer la noche, la terrible noticia se había extendido por todo México y Centroamérica. Durante más de una semana, los traficantes de López alimentaron las esperanzas de su familiar de que todavía estaba vivo hasta que González identificó el cuerpo de su esposo a través de fotografías el 5 de julio.
Desde su muerte, González dijo que no puede pagar el cuidado de su hijo autista. Álvarez, temiendo lo peor, llamó a los contrabandistas de Ortega más de 30 veces para tratar de confirmar que su hijo estaba vivo. Bloquearon su número.
Cuando Álvarez viajó a San Antonio para identificar el cuerpo de Ortega, era la primera vez que veía a su hijo desde 2014. En el funeral en su ciudad natal, sonó un corrido en recuerdo de los migrantes que se asfixiaron en un furgón en Texas hace 35 años.
La familia de Ortega arrojó rosas rojas sobre su sepulcro mientras la letra resonaba: «Fue cuando el aire empezó a terminarse y ya nada pudieron hacer, nadie escuchó aquellos gritos de auxilio». Su bebé nacerá a finales de diciembre.
Con información de: Milenio