DÍA DE MUERTOS por Sixto Carvajal, cronista de San Andrés Tuxtla

DÍA DE MUERTOS por Sixto Carvajal, cronista de San Andrés Tuxtla

CRÓNICAS DE MI PUEBLO |
No se sabe exactamente su origen, pero el día de muertos encuentra en los pueblos de México, una expresión de verdadero fervor,  por lo mágico, lo histórico y lo maravilloso. La muerte desde la aparición del hombre sobre la tierra ha generado un culto muy particular; las culturas prehispánicas concibieron, la muerte, como una dualidad con la vida. Los Aztecas  tenían dos fechas especiales para recordar a sus muertos: el mes de Agosto dedicado a MICCAILHUITONITLI o «muertecitos» y el mes de Noviembre a los difuntos grandes.
Los evangelizadores cristianos para lograr sus objetivos, se vieron en la necesidad de adoptar algunas tradiciones indígenas, que mezcladas con sus enseñanzas, le daban  una forma nueva a la evangelización rica en tradición, a la cual le asignaron una fecha fija dentro del Calendario Cristiano, 1 y 2 de Noviembre; después de la conquista española se estableció en México el día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos, que se solemnizaban desde los años 827 al 844 D.C. por disposición del Papa Gregorio IV.
El origen de la celebración  del día de muertos en nuestro país se remonta hasta antes de la llegada de Hernán Cortés a México , existen registros de celebraciones entre los mayas, Purépechas, Totonacas y Mexica, que indican que, los rituales qué celebran la vida de los muertos,  se realizaron en estas etnias, por lo menos desde hace tres mil años; durante la era prehispánica  era común conservar el uso de los cráneos como trofeos y, la costumbre de mostrarlos durante las ceremonias  que simbolizaban la muerte y el renacimiento, dicha festividad  que conmemoraba el día de muertos, se celebraba el noveno mes del calendario solar mexica  y, duraba casi un mes, dicho festival era presidido por la Diosa  Mictecacihuatl, conocida como la dama de la muerte y esposa de Mictlantecuhtli, señor de la tierra.
 
Para los antiguos mesoamericanos, los rumbos destinados a las almas de los muertos, estaban determinados no por su compartimiento en la vida, si no por el tipo de muerte que habían tenido, de esta forma existían tres direcciones  que podían tomar las almas según su forma de morir:  el Tlalocan, Omeyocan o el mictlán.
Al Tlalocan, o paraíso de Tláloc Dios de la lluvia, iban todas la personas que su muerte estaba relacionada con el agua, como los ahogados, los que cuando estaba lloviendo les caía  un rayo, los que morían de gota, hidropesía, sarna o los niños que eran sacrificados a Tláloc. En las etnias, era común que los cuerpos se incineraran, pero los predestinados al Dios Tláloc, se enterraban como las semillas, para que germinaran. El Tlalocan, era un lugar de reposo y abundancia.
El Omeyocan o paraíso del sol, era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al astro rey y, se le acompañaba con música, cantos, bailes, etc.; este lugar estaba presidido por Huitzilopochtli, Dios de la guerra, a él llegaban solo las almas de los muertos en combate, o los cautivos que eran sacrificados y, las mujeres que morían de parto, las cuales eran consideradas como guerreras, por librar una gran batalla al parir y, se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañaran al sol desde el cenit, hasta su ocultamiento en el poniente; por su valentía, el sol las llevaba como sus compañeras. Dentro  de la escala de valores de los pueblos mesoamericanos, habitar en  el Omeyacan era un privilegio, para los mexicas morir en la guerra, era la mejor de las muertes, pues a diferencia de otras culturas, por medio de la muerte surgía, un sentimiento  de esperanza, pues se creía que los muertos que iban al Omeyocan,  después de cuatro años, volvían al mundo convertidos en aves de plumajes muy hermosos y de vistosos colores.
El Mictlán, era un lugar muy tortuoso y difícil y, estaba destinado a quienes morían de muerte natural, este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl que era el señor y la señora de la muerte. Para llegar a él, las almas debían transitar por lugares diversos durante cuatro años, por lo que a los muertos los enterraban con un perro, que según sus creencias, los ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, al cual tenía que entregar una ofrenda consistente en atados de teas y cañas de perfume, algodón, hilos colorados y mantas. Y quienes iban al Mictlán,  recibían como ofrenda cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilos de algodón; después de todo este tiempo las almas llegaban a Chicunamiclón, lugar donde descansaban o desaparecían las almas. Los niños muertos iban a un lugar especial llamado chichihuacuahco, en donde se encontraba un árbol que goteaba leche de sus ramas para que se alimentaran; los niños que llegaban allí, volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba, de esta manera, de la muerte renacería la vida. Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos, los que en vida habían sido utilizados por el muerto y los que usarían en su recorrido al más allá.
El ritual místico de las celebraciones del día de muertos en nuestra ciudad, a principios del siglo XX, tuvo una importante influencia prehispánica, que privilegió estas festividades, apoyada en una fuerte religiosidad popular católica, misma que auspició entre la gente más menesterosa esta ancestral tradición. Unos días antes de la fecha dedicado a los fieles difuntos, se iniciaba el ritual, con las compras de todo lo que se requería para tal ocasión, las señoras mayores de la casa, salían a conseguir todo lo necesario para la ofrenda del día de muertos;  flores y frutos para la ofrenda que se cortaban en  patios de las casas, lo que no existía en ellos , se tenía que comprar; por esa época todavía no habían dulces de fábrica, algunas personas se dedicaban en el pueblo a elaborarlos ,tal es el caso de: la melcocha, los dulces de toronja, papaya, nanche, melocotón, tanaxnelo (dulce de calabaza), coco, leche, camote, etc. Y frutas de la temporada (naranjas, plátano roatán, mandarinas, tejocotes, cacahuates, limas, limón dulce, etc.), sus veladoras y lámparas de aceite, sus vasos con agua (en donde las almas, según la tradición, reposaban y tomaban su líquido, después del largo camino recorrido; ) la mesa se adornaba con flores de moya blanca con centro amarillo (originaria de esta ciudad, la cual cultivaba Don Marcos Amoroso, en el cebollal), moco de totole, flor de muerto, la teresita, dalias, chilalaga, abanera, etc (estas flores era común que se dieran en los patios de las casas); las frutas, dulces y galletas se colocaban en la mesa en montoncitos, se compraba el incienso y el copal, el papel de china blanco, esto se usaba para la ofrenda de los niños que se ponía desde el 31 de octubre , porque de acuerdo a la tradición, sus almas salían libres por voluntad divina para visitar el hogar de sus padres a las 12 de la noche, para pasarse el día 1 de Noviembre en sus antiguos hogares ; la ofrenda  se colocaba en una mesa, a la cabeza se ponía una imagen de un Cristo o algún santo, a los lados dos arreglos de flores de las antes mencionadas; unos días antes se acudía al cementerio a limpiar las tumbas, las cuales se enfloraban los días 1 y 2 y se rezaba en ellas; el día 2, el sacerdote oficiaba una misa por la tarde a las 17:00 horas en el centro del panteón, por donde está el árbol de borreguito; uno de los momentos más emotivos de la ida al panteón, era, sin lugar a dudas la salida, pués seguía  la compra de los nanches curtidos  con Don Goyo Honorio en 1930, que fue quien inició esta tradición y, posteriormente  la continuó Don Chico Mortera y su esposa Doña Hilda, así como sus preciosas hijas: Irma, Elsa, Elvia y Aida, las cuales ayudaban  a sus padres vendiendo estos productos, primero en pedazos de hoja de plátano y posteriormente en papel  de estraza o pedacitos de nylon y, actualmente en bolsitas de plástico  y pomitos de cristal. El día 2, las personas se retiraban del panteón, ya  casi de noche, pués el cementerio solo tenía la barda del frente, en donde están las gavetas, que contienen restos de personas que murieron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX; el resto era una cerca de alambre de púas, por donde podía uno entrar y salir a la hora que quisiera.
Ya en casa, para recibir a las almas  de los difuntos grandes el día 2 de Noviembre, la mesa se vestía con una sábana o mantel blanco y se adornaban con papel picado blanco y negro, las frutas, dulces y galletas permanecían en la ofrenda y se les agregaban los platillos de acuerdo a los gustos de las personas fallecidas o lo que cada familia podía ofrendar, entre otros platillos se colocaban: mole, pipián, frijoles con xoxolo, pollo en chilpachole, pescado al gusto, papayanes, tamales diversos, atole, chocolate, pinole, o la comida del día que se preparaba en cada hogar, así como: nanches curtidos, pan de muerto, su alipús (aguardiente de caña) cigarros o puros, agua, verduras cocidas, etc. este ritual era acompañado por rezos y cantos, sahúmos y riegos de agua bendita. La ofrenda variaba según la situación económica de los deudos; en las ofrendas de nuestro  pueblo, nunca se ponían arcos, o camino de flores con veladoras, ni cruces con sal, esas costumbres llegaron a nuestra ciudad, con personas provenientes de otras latitudes, las cuales llegaron a radicar a nuestro pueblo y han hecho aportaciones de acuerdo a su cultura; generalmente hemos recibido influencia de los estados de Oaxaca, Michoacán, Yucatán y algunos estados del centro de la república.
Nuestra ofrenda tiene una gran influencia prehispánica, por su sencillez, colorido y colocación; los rezos y cantos son de influencia Española. El mejor momento de este ritual  era la repartición de la ofrenda, la cual se llevaba a cabo el día 3 de Noviembre por la mañana, a los niños se les daban las frutas y dulces;  las comidas y bebidas eran para las personas adultas, antes de repartir la ofrenda, se sahumaba, se cantaba y se rezaba nuevamente para despedir a los fieles difuntos,  se recogían las flores, veladoras y lámparas de aceite para llevarlas al panteón, donde se realizaba nuevamente un ritual parecido al que se hacía en casa. De esta manera año con año con algunas variantes como antes señalé, nuestra juventud y nuestros niños, apoyados por sus padres y maestros, así como por nuestras autoridades municipales, reviven esta hermosa tradición, única en México, la cual ha sido nominada por la ONU, patrimonio cultural de la humanidad.
                                 Por mi parte es todo, deseo que tengan un feliz fin de semana y que Dios los bendiga abundantemente.
Profr. Sixto Carvajal
Cronista de San Andrés Tuxtla, Ver.

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