Juan Javier Gómez Cazarín
A alguien en el gobierno de izquierda se le ocurrió que sería buena idea transmitir clases por televisión para que los contenidos educativos pudieran llegar a los estudiantes a distancia, sin importar donde se encontraran.
Idea absurda y populista destinada al fracaso que representaría un retroceso en el sistema educativo y que dañaría de forma irremediable la formación académica de quienes opten por este sistema, dijeron de inmediato los opositores.
Y los no tan opositores, porque dentro del propio gobierno de izquierda había quienes tenían sus dudas.
Los defensores de la propuesta replicaban: con la tutoría remota de maestras y maestros, respaldados con libros de texto, la tecnología de comunicaciones permitiría formar alumnas y alumnos prácticamente sin necesidad de acudir a un salón de clases.
Semejante ocurrencia chocaba de lleno con el sistema tradicional que había probado su eficacia durante milenios. Las escuelas presenciales son, después de todo, herederas de la Akademia de Platón, de casi cuatro siglos antes de que naciera Cristo.
Afortunadamente, y a pesar de las resistencias, la idea prosperó y se llevó a la práctica: en enero de 1971 la BBC de Londres inició las transmisiones de las clases por televisión de la Open University.
Casi 50 años después, con 174 mil estudiantes -7 mil 400 de ellos en el extranjero- la Open University es la mayor de Reino Unido y una de las más grandes de Europa.
Lo que para algunos era una locura, en pocos años dejó atrás a las venerables Oxford y Cambridge; y con ellas a todas las demás.
Desde que se fundó, por sus aulas han pasado 2 millones de alumnos. La calidad de su enseñanza ha pasado la prueba de las más rigurosas certificaciones de Estados Unidos y la Unión Europea.
Tan innovador era el concepto que medio siglo después su nombre (en español es Universidad Abierta, así a secas) pareciera que no es un nombre propio, sino una denominación común. Pero sí es un nombre propio, que miles de instituciones han copiado en todo el mundo.