El Color Púrpura

El Color Púrpura

“Calla y empieza a acostumbrarte”, le ordenó. Pero Celie ni se acostumbra ni se tranquiliza. Cuando puede, le escribe a Dios y le expresa su confusión. Lo confronta: “He sido siempre buena. Se me ocurre que, a lo mejor, podrías hacerme alguna señal que me aclare lo que me está pasando”. En vez de ello, ve morir a su madre. Y cuando la nueva esposa de su padre enferma, Celie le ruega a éste que la tome a ella y que deje en paz a Nettie, su hermana menor.
“El color púrpura” (1982, Alice Walker) es la historia de Celie y Nettie, dos jóvenes afroamericanas del sur estadounidense, donde aún quedan vestigios de la esclavitud, tanto en la memoria santificadora de los blancos como en el resentimiento de los negros. Celie, una joven retraída, es cedida en matrimonio a un hombre descrito durante casi toda la novela como brutal, digno representante de la masculinidad que no sólo ataca a Celie, sino también a las mujeres que la rodean. Pero es gracias a estas mujeres que Celie, a través de los años, descubre que hay tantas posibilidades para vivir como grande es el mundo.
Por un lado, “El color púrpura” se compone de las cartas que escribe Celie a Dios, en las que retrata la añoranza por su hermana, así como los detalles de su vida cotidiana, dura y cruel y que no cambiará hasta que su cuñada, Sofía, y la mujer de la que su marido está enamorado, Shug Avery, lleguen a su vida. Ambas le enseñarán de orgullo y dignidad, así como de hermanamiento. “Quiero que sepas que yo esperaba que tú me ayudarías”, le reprocha Sofía ante la primera y única traición de Celie. Pero conforme pasan los años, los hijos y hasta la cárcel, la ayuda siempre está ahí.
En “El color púrpura”, los hombres son seres terribles, de tal forma que la novela ha recibido críticas por la representación de éstos. Pero incluso sin conocer a detalle el desenvolvimiento de los roles de género en el sur estadounidense de principio de siglo, es fácil asumir que más que a los hombres, Walker retrata un sistema en el que los varones son realmente débiles a no ser que continuamente demuestren lo contrario: el negro, pobre y pisoteado por el espectro blanco, busca una salida a su complejo y a su ira. Y encuentra a la mujer: “Las mujeres son como los niños. Hay que hacerles saber quién manda. Y eso como mejor se consigue es con una buena paliza”. Sólo hacia el final, cuando la emancipación femenina se ha vuelto una realidad, la masculina parece inminente.
Por otro lado, “El color púrpura” se desplaza hacia África, a través de la consciencia de Nettie, quien ha llegado a una pequeña población como misionera. Ahí, Walker explora el encuentro de dos mundos que, sin embargo, tienen un origen común y un par de resentimientos ya añejos. Estando en la tribu Olinka, Nettie no puede evitar pensar en la antigua costumbre africana de desterrar y vender como esclavos a los rebeldes de pensamiento… Pero es capaz de maravillarse ante los dioses naturales de la tribu a la que deja de intentar evangelizar, como si supiera que su religión es una de sus últimas pertenencias. Pronto, ni la tierra a la que han llamado hogar durante siglos les pertenecerá: el egoísmo extranjero se la habrá apoderado y verán caer ante sus ojos sus vidas.
Gracias a esta novela, Alice Walker ganó el Pulitzer en 1983, un honor que no sorprende, dada la honestidad con la que maneja su historia. Sin florituras ni juicios, sino a través de la mirada de Celie y Nettie, Walker detalla años de abuso, pero también de crecimiento, apoyo y sororidad que desemboca en lo emocionante, pero sin caer en lo cursi; apenas un atisbo de merecida justicia divina.

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